viernes, julio 22, 2005

No fue tan fuerte, pero suficiente como para rebotar en el poste de luz y caer sobre el muro, el único muro de la cuadra que nadie sabia hacia donde tenía salida. Nadie entre los niños, claro. El más alto concidia ser el más lerdo y simplemente no podía saltar para ver donde estaba la condenada de trapo. El mayor, decidido y sobre los hombros del gigante, se encaramó al dicho muro. Vió árboles, flautas y flores, no la de trapo, vió un auto abandonado y una ropa tendida hace más de una tarde, pero no la de trapo, vió una plantita más verde que el entorno, escondida entre pasto seco y cañas huecas, que sobrevivía en un tarro de leche Nido y cuya hoja le recordaba a esos afiches que colgaban de la pieza de su hermano mayor. Se bajó del muro pálido. Aquel sería el paraíso que los albergaría en sus juegos, el campo perfecto que no reclamaría por secarle el pasto ni por quebrarle vidrios, menos habrían perros siguiendo la de trapo ni autos que interrumpan la tradicional pichanga.

Pero algo había ahí que rompía la hegemonía, un elemento no funcionaba en esa armonía infantil... y dejando de lado sus dudas y sus sueños, tomó la piedra más grande que halló cerca, se acercó, y mirando a sus cómplices que ya se habían dado cuenta de sus intenciones, la arrojó sobre el muro. Un grito de metal se escuchó y una raíz debe haber llorado en el momento que la piedra aplastó lo único vivo que había al otro lado del muro.

Doce años después, el mayor aún no lo olvidaba. Se suicidó con la misma piedra, en el mismo lugar. Ya no quedaba nada de trapo en él, sólo algunos indicios de sus ultimos dos vicios fumados hace unos minutos.

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